Místico y Surreal el norte de Colombia
Siempre que viajo, me gusta absorber cada ciudad y país que visito. Comer lo que locales comen y frecuentar lugares auténticos, cual sea mi destino al momento. Sentarme en una barra y conversar, ya sea con el desconocido que tengo a mi lado o con el bartender, pues casi siempre viajo sola. Me gusta mezclarme con su cotidianidad y vivir su realidad, aunque sea por unos cuantos días. Me gusta también, visitar lugares que no sean destinos turísticos populares, en donde no necesariamente vea lo más bonito ni popular del país. Dándole forma a mi viaje a Colombia, aparte de visitar las ciudades de Bogotá y Medellín, me topé con un desierto al norte. Fuera del radar turístico y a penas media hora de la frontera con Venezuela, encontré un lugar llamado La Guajira y decidí hacerlo parte de mis dos semanas colombianas.
A primera vista, La Guajira es árido, hostil e inhóspito; pero si lo observas bien y te sumerges en la experiencia, sus contrastes forman un cuadro místico y surreal, tal como una pintura de Dalí.
Para llegar a este destino, el cual es el punto más norte de América del Sur -me gusta la paradoja-, el punto de partida es Santa Marta y de ahí buscas una expedición de al menos tres días y dos noches. En la travesía desde Santa Marta, pasarás a través de toda la costa oriental de Colombia, con el mar Caribe en un lado y la Sierra Nevada en el otro. Es entonces cuando poco a poco el paisaje va cambiando, de unos tonos verdes vividos, a una gama de colores tierra, desde marrones tenues a terracotas intensos. Ahí, sabes que estás llegando a La Guajira.
Una vez en Uribia, es cuando tienes el primer encuentro con los Wayúu, los indígenas nativos de la región. Nómadas dentro de su propio territorio, se dedican mayormente a la pesca y a la confección de bolsos, pulseras y hamacas “chinchorros”, tejidas en vibrantes colores. En la travesía desde Uribia hacia Cabo de Vela, es común ver a muchos Wayúu a la orilla del camino con galones y padrinos de soda llenos de gasolina para la venta, creando así puestos de gasolina clandestinos e improvisados en la orilla del camino. Debido a la proximidad geográfica con Venezuela, el contrabando de bienes venezolanos es común en esta zona.
En partes del trayecto, atravesando decenas de kilómetros a través de arena, fango y roca y ya cerca de nuestro destino atravesábamos por áreas de bosques de cactus con varias cabañas Wayuu esparcidas en la distancia. Aquí nos encontramos con varios peajes improvisados… pero la tarifa se pagaba en galletitas. Como la comida y agua escasean en esta región, tampoco hay sistemas de luz eléctrica ni de agua potable (en el área turística, todo corre a fuerza de generadores eléctricos y cisternas de agua), muchos de los niños ponen hilachas entre rama y rama, simulando un “peaje”, en donde le pagas el acceso a los niños con empaques de galletas dulces o botellas de agua.
Luego de un trayecto que pareció ser eterno, que comenzó a las cinco de la mañana y finalizó a eso de las tres de la tarde, finalmente llegamos a la zona de La Guajira.
Confieso que, hubo partes del trayecto en que pensé “si algo pasa y no salgo viva, nadie nunca me va a encontrar” y hasta pensar en lo remoto del destino. También pensar; “¿qué carajos hago aquí?” pasó por mi cabeza varias veces. Gran parte del tiempo cruzamos desierto sin ningún tipo de rotulación ni mucho menos carretera. Estábamos a merced de Luis, nuestro guía y el chofer (Luis, por si lees esto, perdóname por dudar de ti; eres un tipo genial).
Visitamos las Dunas de Taroa; majestuosas médanos de arena con la espuma del Mar Caribe Sur a sus pies.
Nos quedamos a dormir en hamacas al aire libre, con brisa nocturna y sabor a salitre.
Comimos pesca fresca y arroz con coco todos los días, cocinado al fogón.
Vimos flamingos volar sobre nosotros; el momento más surreal del viaje.
Y presencié uno de los atardeceres más pintorescos y sublimes.
La Guajira es un lugar que, con su belleza rudimentaria, te hace más humilde; aprecias más lo simple, te sumerges en el momento y reconectas con los sentidos. Fue de esos viajes de una vez en la vida que te desanublan la vista y te hacen valorar lo lindo de las simples cosas.
Por: Karina Manzo